Pedro Brieger
Desde Teherán
La República Islámica de Irán se ha convertido en una obsesión para el gobierno de los Estados Unidos. Desde que en 1979 fue derrocado el sha Mohamad Reza Pahlavi –su gran aliado regional–, por un gran movimiento de masas liderado por un religioso, el ayatolá Jomeini, la Casa Blanca ha intentado por todos los medios terminar con el régimen iraní. Buscó generales que realizaran un golpe de Estado, apoyó grupos de oposición para que organizaran atentados terroristas e incluso envió tropas. Todo fue en vano; en Teherán sigue habiendo un régimen que se define como islámico.
En lo que sí ha tenido éxito es en demonizar a toda una sociedad. Para el imaginario del mundo “civilizado”, Irán es un país gobernado por fanáticos musulmanes que han impuesto un régimen teócratico-medieval con millones de personas dispuestas a lanzarse a una “guerra santa” para aniquilar todo signo de progreso occidental, donde las mujeres viven en condiciones de semiesclavitud como en el medioevo. Pero esta imagen creada por las grandes cadenas de noticias está muy alejada de la realidad.
La nueva ofensiva
En los últimos tiempos, Estados Unidos ha encontrado dos nuevos motivos para fustigar al régimen y tratar de aislarlo aún más. Por un lado, lo acusa de querer entrar al selecto club de los países poseedores de tecnología nuclear, lo que significa que podría fabricar bombas atómicas.
El gobierno de Teherán insiste en que está desarrollando sus investigaciones con fines pacíficos, aunque el límite entre las investigaciones pacíficas y bélicas siempre parece difícil de determinar. La cuestión es política, aquellos países que poseen capacidad nuclear pueden relacionarse con la primera potencia mundial desde un lugar de fuerza.
Hasta el día de hoy hay analistas que sostienen que, justamente, una de las razones por las cuales Estados Unidos pudo invadir Irak es porque el Pentágono tenía la plena seguridad de que Saddam Hussein no poseía ningún tipo de arma nuclear (como lo venía sosteniendo la Agencia Internacional de Energía Atómica) y que le era imposible hacer frente a la poderosa maquinaria militar norteamericana.
La elección en junio del ex alcalde de Teherán, Majmud Ajmadineyad, como nuevo presidente, fue otro motivo para erizar a la Casa Blanca. A pesar de que las elecciones en Irán tienen limitaciones reales, como que las mujeres no pueden presentarse como candidatas al máximo cargo, no cabe la menor duda de que son mucho más democráticas que las que se realizan en la mayoría de los países árabes aliados incondicionales de Washington (como Egipto, Arabia Saudí o Kuwait) donde ni siquiera existe la posibilidad de presentar candidaturas alternativas.
Las voces que llamaban a boicotear las elecciones fueron las de los exiliados iraníes vinculados con el Departamento de Estado, que intentaron quitarle legitimidad a la contienda siguiendo la línea de George Bush, que las calificó de “antidemocráticas”.
En la primera vuelta hubo siete candidatos y ninguno alcanzó el 50 por ciento de los votos. En la segunda vuelta, Ajmadineyad venció al ex presidente Alí Akbar Rafsanjani causando una verdadera sorpresa dentro y fuera de Irán. Este doctor en ingeniería fue alcalde de Teherán, pertenece a una nueva generación de políticos y con sus 49 años es el primer presidente que no proviene de las filas religiosas.
Su discurso durante la campaña electoral se basó en la honestidad, la sencillez y los gestos simbólicos, como mostrar que se puede ser un político y continuar viviendo en una modesta casa. Por el contrario, Rafsanjani es considerado uno de los hombres más ricos del país y su hijo ha sido acusado de negocios turbios en la Compañía Nacional de Petróleo.
De todas maneras, la agresividad de Washington contra Irán no depende de quién gobierne, y ni siquiera se apaciguó durante la presidencia de Mohamed Jatami (1997-2005), considerado un “reformista”, que llamó a un diálogo abierto con Occidente. Scott Ritter, el militar estadounidense que fue inspector de Naciones Unidas en Irak entre 1991 y 1998, asegura que Estados Unidos ya ha comenzado la guerra contra Irán, con aviones que sobrevuelan su espacio aéreo violando su soberanía.
Bush también colocó a Irán en el ya famoso “eje del mal” y financia un grupo de oposición –antes apoyado por Saddam Hussein–, el Muyahidín Khalq, para que realice atentados en suelo iraní. Entretanto, Bush ha comenzado a hablar de “liberación” y “democracia” –igual que en Irak–, dos palabras clave para pensar en el panorama futuro.
El primer impacto al llegar a Irán es visual. En el aeropuerto, las encargadas de sellar el pasaporte son unas mujeres que usan una pieza única tradicional negra –conocida como chador– que les cubre todo el cuerpo.
Pero quien espere encontrar soldados armados hasta los dientes en cada esquina y barbudos de mirada furtiva con turbantes y túnicas largas montados en asnos, se llevará una desilusión.
Más aún, en la mismísima “República Islámica” de Irán desconcierta ver pocas mezquitas y casi ni se escucha el atronador llamado del muecín convocando a los fieles a rezar, algo tan habitual en todos los países islámicos, incluso los más laicos. A pesar de los discursos grandilocuentes de sus líderes y la demonización norteamericana, Irán no está en pie de guerra.
La capital, Teherán, es una gigantesca y moderna ciudad de más de 11 millones de habitantes construida entre montañas y surcada por decenas de autopistas con autos japoneses y europeos de última generación. Como toda capital, la influencia de los medios de comunicación y las pautas de consumo occidental se sienten más.
A la vera de los caminos hay carteles con publicidad de la más variada, y los celulares no paran de sonar. Lo que diferencia a Teherán de otras ciudades es que en muchas paredes laterales de edificios de diez o doce pisos hay gigantescos murales políticos con consignas contra Estados Unidos y de apoyo a la lucha palestina.
La mayoría de los murales son imágenes de los mártires de la guerra Irán-Irak que se desarrolló durante 8 años y que dejó decenas de miles de muertos. En Irán nadie olvida que Saddam Hussein fue apoyado por las principales potencias occidentales que en 1980 querían destruir la naciente revolución.
Tampoco olvidan que cuando los iraníes decían que los iraquíes estaban usando armas químicas en su contra, el mundo no solo miró para otro lado sino que siguió armando al que más tarde, en los 90, la cadena Fox denominaría el “carnicero de Bagdad”.
Teherán está dividida en dos partes. El norte se adentra en las montañas y las calles tienen mucha sombra por efecto de los miles de árboles plantados para mitigar el calor seco que en el verano llega a los 40 grados. En esta zona el “Sha” Mohamad Reza Pahlavi construyó sus imponentes palacios, convertidos en museos después de la revolución de 1979 para que nadie olvide el lujo desmesurado que dejó casi intacto al huir despavorido. Al recorrer los gigantescos salones, es imposible no compararlo con los dictadores latinoamericanos, aunque tenía un gusto más refinado.
Las alfombras más caras del mundo todavía lucen como en sus mejores épocas, igual que los sillones estilo Luis XV, las escaleras de mármol, los platos de porcelana y el mejor cristal checo. No se andaba con chiquitas. Las fotos de varios presidentes estadounidenses, algunos europeos, e incluso Mao Tsé Tung, todavía adornan las paredes como mudo testimonio de quiénes eran sus amigos y aliados.
Uno de los lugares preferidos era un inmenso parque en lo alto de la montaña que permite ver gran parte de la ciudad y que era su lugar privado de caza, adonde invitaba a sus importantes anfitriones.
Ahora es un parque público al cual miles de familias van los viernes a pasear; los viernes, porque es el día de descanso en el calendario musulmán y en Irán sábado y domingo se trabaja normalmente.
En la parte norte están los principales parques públicos, los shoppings y los negocios de ropa europea que se pueblan a la tardecita, cuando los iraníes salen a las calles a consumir, como en cualquier gran ciudad. Cuando cae el sol, miles de familias aparecen en los parques con garrafas y cestos de comida para compartir la cena hasta bien entrada la madrugada, una vieja tradición iraní que ni siquiera las guerras y la televisión lograron cambiar.
En una de las plazas nace el boulevard Vali Asr (antes Pahlavi) bordeado por frondosos árboles y acequias con exclusivas confiterías que ofrecen desde frutas secas hasta el helado de azafrán y pistacho, el más tradicional de este país. El boulevard es el mejor camino para llegar a la parte sur de Teherán, una gigantesca y árida meseta donde están los edificios gubernamentales.
Hay cuatro líneas de subte y miles de motos que por unos riales llevan a sus pasajeros cual taxi de primera categoría; eso sí, sin casco.
En la parte sur también se encuentra el famoso Bazar que no es un “suk” (mercado) tradicional al estilo árabe como en Jerusalén, El Cairo o Casablanca, donde uno puede encontrar un vendedor de platos y al lado alguien que vende especias y cada uno hace su negocio. El Bazar iraní fue siempre un poderoso instrumento económico y político que todo gobierno tiene que tomar en cuenta; quien tiene al Bazar en contra, tiene los días contados, como le sucedió al Sha antes de ser derrocado.
El Bazar es una ciudad cubierta dentro de otra ciudad, pero es tan grande que se extiende por fuera de unas murallas imaginarias formadas por negocios de todo tipo. Son calles y calles divididas en zonas según lo que venden: cientos de vendedores de alfombras por un lado, joyeros por el otro, y las industrias textiles y alimenticias separadas en áreas.
Están organizados y forman un lobby capaz de imponer la reducción de impuestos y derribar gobiernos. Más al sur, detrás de los barrios humildes, está el gran mausoleo que contiene los restos de Jomeini, convertido en un lugar de peregrinación para los shiítas de todo el mundo.
El cuerpo y las mujeres
El mundo islámico está compuesto por más de 50 países con legislaciones muy diversas respecto del lugar de la mujer en la sociedad. Un caso extremo fue Afganistán mientras estuvo gobernado por los talibanes, donde obligaban a las mujeres a cubrirse totalmente, les negaban el acceso a la educación y les prohibían cualquier tipo de actividad política o pública. No tan lejos de allí, en Pakistán, Benazir Butto fue dos veces primera ministra.
En Irán, el tema de la vestimenta de las mujeres siempre ha sido controvertido. Mientras el Sha quiso “occidentalizar” su país y prohibió el uso de la vestimenta tradicional identificada con la religión; desde la revolución de 1979 las mujeres deben cubrir su cuerpo en cualquier escenario público con un pañuelo que denominan rusari –y que les debe cubrir el cabello– y una especie de guardapolvo llamado manteau, una palabra francesa que significa tapado.
Si bien en todos los países islámicos hay muchas mujeres que usan parte de esta vestimenta, en Irán –por ley– lo deben usar todas, incluso las extranjeras, y esto llama mucho la atención. En los 80 y los 90 las infractoras eran penadas, como la profesora Azar Nafisi de la Universidad de Teherán, que se negó a utilizar el rusari y fue expulsada de la institución. Hoy muchas mujeres, especialmente las más jóvenes, buscan maneras elegantes de evadir las restricciones.
No dejan de portar el rusari, pero ya no esconden sus cabellos teñidos, que asoman por delante y detrás de un pañuelo multicolor que reemplaza al negro tradicional.
Tampoco cubren todo su cuerpo, y los manteaux se han convertido en cortísimos y ajustados guardapolvos que se usan sobre un moderno jean. ¿Continuarían usando las mujeres el rusari y el manteau si pudieran elegir libremente? Las respuestas difieren. Algunos dicen que el 90 por ciento dejaría de usarlo; otros, que es una tradición y que nada cambiaría mucho.
La contracara de estas imposiciones es la actividad pública de las mujeres. No solamente trabajan en casi todos los rubros; en pocos lugares del mundo se ven tantas mujeres conduciendo autos.
La sociedad iraní es profundamente contradictoria y parece desgarrada entre el atractivo del modo de vida occidental con sus pautas de consumo, las normas de una religión que se aferra a una historia heredada, y el nacionalismo de quienes muy orgullosos dicen que son persas. Tal vez la historia de las gaseosas sirva como ejemplo.
Para competir con Coca Cola los iraníes diseñaron la “Zam zam cola”, tomando el nombre de un pozo de agua situado en La Meca, donde nació el profeta Mahoma. Pero en los grandes supermercados lo que abunda son las colas occidentales que prometen “indian fire” porque están hechas en base al agua que proviene de la montaña de Damavand, al norte de Teherán, que se puede ver solo cuando el profuso smog se disipa y que los iraníes miran con orgullo.
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