domingo, 25 de noviembre de 2007

UNA CHARLA CON SERGIO BIZZIO, DANIEL GUEBEL Y ALAN PAULS

Los tres narradores acaban de publicar, de manera simultánea, tres novelas: “Historia del llanto. Un testimonio”, “Era el cielo” y “Derrumbe”. En esta entrevista, indagan en los temas recurrentes de sus últimos libros, denuestan lo que llaman “literatura de calidad”, hablan de la herencia macedoniana y discuten sobre su pasado en común como miembros de la revista “Babel” y del grupo Shangai. Critican los blogs y coinciden en que nunca publicarían sus obras por Internet. Y analizan las falencias de la categoría generacional: “No es que por estar cerca de los 50 nos convertimos en una generación”.
Por Sonia Budassi / Hernan Arias

HOGUERA. “Más que perfilarnos como generación, nos perfilábamos como secta, cuya principal característica era la vanidad”, bromea Bizzio.
Comencemos por señalar dos cuestiones. Por un lado, las tres novelas empiezan con escenas fuertes. Por otro, plantean la dificultad de encontrar intensidad en las experiencias cotidianas. ¿Fueron decisiones conscientes?
BIZZIO: Yo arranco siempre lleno de enemigos. El mercado, la idea de eficacia, los lectores que buscan historias entretenidas, sólidas, consistentes. Las dos primeras páginas de mis novelas son escritas con la intención de una bofetada. Eso por suerte después se disuelve, y quedo flotando en la novela, escribiendo como si no importara nada. Así que, cuando llego al final, mi pregunta es: “¿Cómo hice para escribir esto?”.
GUEBEL: La infancia es el período de la evidencia de la intensidad vital. Creo que lo que queda como resto de la intensidad en la vida adulta es la percepción del momento excepcional: una violación, una separación. Recuerdo el efecto de intensidad en la infancia que producía el relato: el de la visibilidad total. Eso no lo proporcionan ni la ilusión bastarda de los best sellers, ni las películas de acción, que son como restituciones incompletas. Mi personaje sabe que está viviendo un momento excepcional. Narrar el momento mismo de la separación produce, por precipitación, los otros derrumbes. En relación con el dolor y la intensidad, las dos ideas vinieron pegadas.
PAULS: A mí me gusta que las novelas empiecen así porque tengo la impresión de que ahí se agota todo lo que la novela le va a dar a la peripecia. Cuando ese chico atraviesa, vestido con un traje de Superman, el vidrio del living, para mí se acabó la aventura y ahí puedo empezar realmente a escribir. La intensidad empieza una vez que termina esa escena que se supone que es la intensa.
G: Esa es una influencia de Libertella, ¿no? Porque en sus frases hay peripecias sintácticas y la aventura está condensada en dos renglones.
P: Soy totalmente “siglo veinte”: la única aventura posible es la de la percepción. La aventura no está más en la peripecia objetiva, en el desencadenamiento de fuerzas en un mundo. Se trata más bien de máquinas de hablar y de escuchar.
—Pauls suele hablar de “literatura de calidad” y Guebel “de la literatura de la buena conciencia” como un peligro. ¿Dónde encuentran esa literatura hoy?
B: En todas partes. Es la literatura que aspira a la importancia y que responde a la idea de lo necesario. La literatura de calidad tiene programa, no vacila, aspira a “ser”, y es. Es una idea nefasta.
P: Cuando pienso en literatura de calidad, me refiero a libros que se piensan con nociones administrativas. El escritor que tiene un panorama de lo que su libro debe ser y lo regula con criterios de compensación. No es una literatura exenta de talento, pero soy muy sensible a ese tipo de libros en los que el concepto es no derrochar, que haya una trama, cuando querés a todos los lectores, a los que les gusta la intriga pero también a los que buscan una plusvalía intelectual... No es el best seller ni tampoco la literatura de avanzada. Esa fórmula está presente todo el tiempo al escribir literatura hoy. Cualquiera de nosotros puede escribir así. Cucurto puede escribir así mañana. Muchos anglosajones hacen eso, como Julian Barnes.
—En una conversación con Roberto Bolaño, Ricardo Piglia dijo: “Algunos pensamos que el siglo próximo será macedoniano”, en el sentido de que “la obra no será otra cosa que el proyecto”...
P: Es una descripción de un estado de cosas en el que estamos. Piglia dice que vamos a una generalización del arte conceptual para todas las artes. Creo que en la plástica eso ya es así. Lo que no quiere decir que dentro de quince años no vuelva la pintura de caballete. La literatura sigue teniendo algo muy arcaico que es esa linealidad, esa temporalidad muy primitiva. No es algo que se ve.
G: Se puede leer un libro como un manual de procedimientos que tiene el propio artista, librándonos del relato en sí mismo.
P: Sí, pero eso no quita que haya que seguir leyendo y ser esclavo de ese orden sucesivo que hace que todo efecto conceptual fatalmente se acabe. Porque donde hay tiempo se acaba el arte conceptual. No sé si a Piglia le va a gustar eso, pero creo que Aira es de los primeros macedonianos.
G: Me parece que la remisión a Macedonio es la remisión a Sterne, autor del siglo XVIII; ahí está clavado el futuro. Para mí, como escritor, todo el futuro está en el pasado: en el Satiricón de Petronio, en el Quijote.
P: Pero en esos casos es clara la idea de que hay obra: Tristram Shandy, el Satiricón. En cambio, en Macedonio, realmente, ¿cuál es la obra?
G: Macedonio es un padre inventado por su hijo.
P: Bueno, todos. Derrumbe me parece que es un poco una ilustración de eso. Pero Piglia, al fijarse en Macedonio, lo que está diciendo es que el verdadero artista conceptual no es Borges, aunque escriba el Pierre Menard.
—En un momento, sus obras estuvieron cercadas por equívocos alrededor de la literatura política...
P: La relación entre literatura y política en la Argentina estaba marcada por dos casos básicos que eran el de Lamborghini y el de Walsh, que clausuraban toda otra posible relación entre literatura y política. Después de esas dos opciones muy diferentes, pero a la vez cada una muy radical, era muy difícil pensar de qué otro modo se podían articular tan en pie de igualdad. Ambos estaban relacionados a un tipo de política muy ligada a la violencia. No es el tipo de política con el que estamos familiarizados ahora. En mi caso, siempre se me consideró un escritor que le daba la espalda a la política. Y no me parece un equívoco. Reivindico el derecho a llegar muy tarde a la política.
G: El otro día encontré el texto que leí en la presentación de tu novela El coloquio, y lo leía como un libro que reorganiza la política en otro campo. Yo decía que los signos de la política en los textos de nuestra generación no se veían porque se buscaba la política en otro lado: en la denuncia, en la contabilización de cadáveres. Se pretendía leer la política en la literatura como se leía en la prensa.
—Hablaban en términos de generación. ¿Qué falencias tiene esa categoría?
P: El déficit obvio es que es una categoría que se apoya en una suerte de fatalidad biológica que no define una generación. Si puedo reconocer a Sergio y a Daniel como parte de mi generación es porque con ellos y Caparrós, Chefjec o Chitarroni hay algunas cosas muy puntuales que nos reunieron a lo largo de 20 o 30 años, del grupo Shangai hasta Babel. No es que por estar cerca de los 50 nos convertimos en una generación.
B: Más que perfilarnos como generación, nos estábamos perfilando como secta, cuya principal característica era la vanidad. A los 25 años, la vanidad es una fuente de satisfacción como cualquier otra. Shangai era eso.
G: Había enemigos a veces precisables y otras no. Lo que nos marcaba era la idea del efecto del estilo y no del sentido.
P: Había como una fe en la literatura.
G: No había, como en otros sectores de la literatura argentina, la idea de que la escritura está ligada a la utilización del texto, a conseguir algo.
B: La idea de lo eficaz es repugnante.
—Después de tanto tiempo, ¿qué pasa con “Babel”?
P: A mí me enorgullece la experiencia. Estaba bien que fuéramos arrogantes, soberbios, que pateáramos puertas. Si no hubiéramos hecho eso, habríaamos sido unos infelices. ¿Qué habríamos hecho si no?
G: Escribir.
P: Pero si escribíamos igual. Nadie dejó de escribir por hacer eso, al contrario.
G: Yo no siento que Babel haya sido nuestra chispa. Si éramos una vanguardia, éramos una vanguardia antileninista: no había poder que tomar y, personalmente, Babel no me representaba; en principio, porque era una revista de crítica de libros.
P: Pero sí había poder que tomar. En todo caso, lo que a mí me resulta interesante de Babel es que no queríamos el poder. Reconozco eso como marca de generación: tenemos problemas serios con el poder, una relación completamente histérica.
G: ¿Pero cuál habría sido el poder?
P: En ese momento había una pequeña batalla editorial, Planeta y Babel, por más insignificante que eso sea. Pero no es más insignifcante que la batalla entre la revista Los Libros y las populistas de fines de los 60.
B: Me parece que queríamos el poder como cualquiera, pero que lo que no queríamos era tomarlo
G: Pero Los Libros era una revista de intervención cultural. Babel era una revista de crítica escrita por jóvenes estudiantes universitarios; no nosotros, que éramos parte de nada en el fondo, porque la revista la dirigían (Jorge) Dorio y (Martín) Caparrós, y el secretario de Redacción era (Guillermo) Saavedra. Era una revista que reemplazaba la existencia de suplementos culturales en la época.
P: Bueno, no es poco. Era una revista de cultura, que pensaba que había una batalla para dar. En ese sentido, también estaba a tono con la despolitización de la sociedad. Eso es un poco lo que pasó en los 80.
G: Y la intervención que genera es la aparición de un par, que sí tenían poder. Es decir, que estaban ubicados en sitios visibles de la industria cultural que usaron Babel como el faro de lo excecrable, para decir “nosotros somos los autores que escribimos para los lectores, que apostamos al mercado”...
P: ...“que contamos historias”.
G: Decían: “Ellos van a terminar en la universidad”, pero “nosotros estamos en la vía de Soriano”. Menciono a Osvaldo Soriano porque condensaba esa ilusión, los límites de esa estética temerosa de perder segmentos de mercado.
—¿Ven alguna descendencia de “Babel” o algún grupo que les recuerde algo de lo que ustedes hacían?
P: Veo algo en cierto espíritu blogger. Como una falta de escrúpulos para intervenir en un campo para el cual hacen falta muchos títulos para poder intervenir. Me parece que hay algo de ese gesto medio punk. Pero después no sé, tampoco diría que son herederos. Más bien son resonancias.
—Tienen una relación bastante distante con respecto a Internet como instancia de publicación y de escritura. A diferencia de otros escritores, no tienen blog. ¿Por qué?
P: Yo creo que si tuviera blog no escribiría más literatura.
B: Ocupa mucho tiempo, no tiene sentido. (Sergio) Chejfec tiene un blog y publica lo que está escribiendo, eso es distinto. No es un blog de intervención. Publica sus cosas, sus propios textos.
P: Eso no está mal.
G: Yo intervine tres días en los blogs y me pareció un efecto de insignificancia y estupidez completa, que uno se puede pasar la vida pelotudeando ahí.
—¿Pero no sucede como con otras cosas, como con los libros, que los hay buenos y malos?
B: Sí, puede ser.
G: No conozco mucho.
P: Yo leo blogs geniales y también mucha basura, pero no desdeñaría el soporte. No veo por qué lo que escribo tiene que estar exponiéndose, a mí me gusta la mediatez de la literatura.
G: El tipo que genera un blog y que todos los días añade algo es como un periodista que trabaja gratis para su firma y se está encadenando a una periodicidad, por la idea de la intervención y de tener presencia en un circuito. Lo que no quiere decir que de golpe el efecto mismo de escritura no produzca buenas obras. Pero en términos de la regulación de la energía propia de gente de mediana edad, seguramente nosotros preferimos escribir nuestros textos y después decidir colgarlos o no en la Web.
—¿Ninguno colgaría sus novelas en Internet?
P: Yo creo que no.
B: ¿Las editoriales publican novelas que ya están en Internet?
—Sí, no es incompatible una cosa con otra.
G: Yo encontré el Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, de Sade, en Internet, lo leí y después encontré el libro y lo compré también.
P: ¿Por qué uno querría colgar una novela en Internet? Creo que en realidad la única razón es que querés devolución, pero a mí, la verdad, eso no me interesa. Prefiero que no se sepa de mí y que de repente se sepa cuando saco un libro, tener contacto ahí con dos personas. Pero me parece que el único sentido de hacer eso es la dinámica del intercambio, esa especie de utopía promiscua como del sexo seguro. Yo no soy sensible a eso.
—Pero liberar los textos no tiene que ver necesariamente con el “feedback”.
P: Si fuera a formar parte de un grupo anarquista que decidiera eso, quizá lo pensaría. Si fuera una cuestión comunitaria, la decisión de diez escritores, por ejemplo...
G: Lo más parecido a eso que hicimos alguna vez fue una novela comunitaria que creo que llegó hasta el tercer capítulo.
P: Colguémosla en Internet. Total, en Internet circula cualquier porquería (risas).
Sigue
Literatura vs. saber
—Hay una frase de Aira, ya que lo mencionaste como el primer macedoniano, que dice: “La literatura tiene que ver con la deconstrucción del conocimiento.”
P: Qué raro que haya usado la palabra “deconstrucción”. Estoy de acuerdo. Me parece que la literatura no tiene mucho que ver con el saber, en el sentido de “aumento” del conocimiento. Más bien es como una especie de centrifugado de saberes, pero la literatura en sí no es un saber. Se alimenta de saberes pero no lo es.
G: Coincido. Dijiste la palabra “deconstrucción” y me acordé de una experiencia en la década del 90. Voy a comer a un restorán, de postre pido un flan, y me traen algo completamente derrumbado. Entonces le digo al mozo: “Flaco, se te desarmó todo el flan”. Y me contesta: “No, es un flan deconstruido”. Y también de otra experiencia –más difícil para mí aún. Una vez –por única vez– me invitaron a la Facultad de Filosofía y Letras...
P: No te sorianicés (risas).
G: El que me llama para invitarme me dice: “Vas a hablar sobre la construcción en tu literatura”. Y cuando llego, empiezo diciendo: “En relación con la construcción en mi literatura...”. Y la persona que me había invitado me codea y me dice: “No, deconstrucción”. Entonces, dije: “Bueno, hagan preguntas” (risas). Pero pensando en la relación entre literatura y saber, coincido con lo que decía Alan. Tengo la impresión de que lo que podríamos llamar “buena literatura” entra al campo de la cultura como un saqueador salvaje. Cuando comento la idea de escribir un libro que se queme en la intensidad de la concepción, lo pensaba en relación con una novela que estoy escribiendo hace varios años, y en la que estoy trabajando todo el tiempo sobre aquello que ignoro: la historia de Europa en los tres últimos siglos y los secretos de la composición musical. Trabajo por primera vez de manera distinta porque entro a Internet y saco cosas, voy plagiando, reconstruyendo, saqueando salvajemente. Eso debería ser la literatura también. Pararse frente a una cuestión sobre la que uno no tiene ninguna idoneidad y lo único que tiene que hacer es ingresar. Si uno sabe, ahí se acabó todo. Nabokov –un escritor al que admiro mucho– decía que sus personajes no se le escapan de las manos: “Son galeotes que reman en mi galera”. Cuando leía eso, pensé: “Pobre de él”. A Cervantes claramente se le escapó el Quijote.
B: Uno tiene que aprenderlo todo de nuevo cada vez que se sienta a escribir. Y ésa es otra diferencia con un guión. En líneas generales, un guión es un arco que hay que completar.
Trabajadores y monstruos
—Hay una noción que indicaría que el guión necesita de una estructura más o menos preestablecida. Y pareciera, por lo que se está hablando acá, que la literatura se mueve con otros parámetros. ¿Cómo se trabaja con los dos lenguajes?
B: Son lenguajes distintos y yo no siento ninguna contaminación. El problema más fuerte de un escritor de literatura que va a escribir un guión de cine o de televisión es que la literatura suele colmarlo todo, incluida la mirada. Un escritor es un monstruo, y un guionista es un trabajador. Lo literario funciona siempre mal en cualquier guión.
—¿Cuál es su relación con la poesía? Bizzio es el único que escribe poesía...
B: Sigo escribiendo poemas, y espero no dejar de hacerlo nunca. Pero la poesía es cada vez menos el resultado de la inspiración que de la lectura. Por ejemplo: leí El Estado y él se amaron, de Daniel Durand, un libro increíble, y me puse a escribir. Leí El Salmón, de Fabián Casas, y me puse a escribir. Pero a veces también es resultado del aburrimiento, por qué no decirlo. Son cosas que anoto con un mínimo de entusiasmo y de curiosidad y que en algún momento empiezan a apasionarme. Puedo pasarme una semana entera escribiendo veinte líneas, me vuelvo un obsesivo. Cuando teníamos 25 años, Guebel y yo íbamos a La Paz y solíamos sentarnos en la misma mesa que Miguel Briante y Jorge Di Paola, que eran muy amigos pero discutían todo el tiempo. Yo escuchaba en silencio y me daba cuenta de que Dipi siempre tenía razón, pero me iba pensando en lo que decía Briante. Después, en algún momento llegaba Fogwill, escuchaba veinte segundos y decía: “¡Cállense, borrachos de mierda!” (risas). Ahí estaban el crítico, el poeta y el narrador.
G: Mi relación con la poesía es nula.
Lo nuevo: entusiasmo y alevosía
—¿Leen autores jóvenes?
G: ¡Basta de La Joven Guardia!
P: Leo algunos. No estoy sediento de actualidad, pero leo. Fui jurado en dos concursos ahora, uno con tope de edad.
B: Yo sí, pero más que nada por recomendaciones. A veces incluso me los recomiendo yo mismo.
G: Yo veo mucho entusiasmo y un poquito de alevosía. Es difícil pensar bien respecto de las generaciones que tienen veinte años menos que uno. Me acuerdo cuando yo era joven, la dificultad que tenía Briante para leer a nuestra generación, el tono despectivo y campechano a la vez de pasar de lado porque esas escrituras lo incomodaban. Tengo poca paciencia pero creo que las escrituras que leo ahora están marcadas por una canchereada puiguiana y todavía no encuentro, salvo en el caso de Oliverio Coelho, apuestas radicales. Pero puede ser perfectamente otro caso de incomprensión. Tal vez uno no puede leer bien a los que lo siguen. Veinte años es mucho. Con una diferencia de diez años, quizá hay más elementos culturales compartidos, como con Juan José Becerra, Damián Tabarovsky o Martín Kohan incluso. Aunque Kohan toma la posta de una generación anterior, al menos por el momento.
P: El intento básico es tratar de no traducir lo desconocido a lo conocido.

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