viernes, 31 de agosto de 2007

LA PUERTA

Por Francisco Gatto

La mujer regresó del entierro a las siete de la tarde. Apenas abrió la puerta de su departamento, se quitó los zapatos, el tapado y colgó la cartera en el espaldar de una silla.

Después fue hacia la heladera y sacó una botella de agua. Se sirvió un vaso hasta el borde y lo bebió todo. Hacía casi veinticuatro horas que estaba despierta, desde cuando recibió el llamado.

Se sentó en un sillón y miró a su alrededor. Un incipiente dolor de cabeza comenzaba a molestarla. Dudó entre ducharse ó recostarse a descansar. Se decidió por esto último. Fue hasta la cama y sin quitarse la ropa se tendió boca arriba. Cerró los ojos y en ese preciso momento sonó el timbre del departamento.

Se acercó a la puerta y observó por la mirilla. No vio nada. Preguntó quién era y no escuchó respuesta. Volvió a preguntar. Nadie respondió.

Volvió a la cama y antes de recostarse miró el reloj. El dolor de cabeza aumentaba lentamente. Se quitó la ropa y esta vez se dispuso a dormir.

Cuando logró conciliar el sueño sonó el timbre por segunda vez.

Encendió la luz, se levantó y fue hacia la puerta, descalza. Corrió la mirilla y solo vio la oscuridad del pasillo. Preguntó quién era.

Contempló los pasadores de la puerta. Tenía dos y estaban cerrados. Verificó la cerradura. También cerrada. Se quedó un rato parada, sin hacer nada, solo mirando la puerta. El dolor de cabeza seguía en aumento. Se sentía muy cansada. Antes de volver a acostarse decidió prepararse un té, pero cuando fue a la alacena se dio cuenta que la caja estaba vacía.

Entonces volvió a tomar agua y se acostó. Esta vez tardó en dormirse y cuando lo logró soñó con el velatorio y el entierro. El sueño fue largo y continuo, desde el principio hasta el desenlace. Las imágenes se le presentaban borrosas. La despertó nuevamente el timbre y se dio cuenta que durante el sueño había llorado. Encendió la luz y fue hacia la puerta.

Se paró frente a ella y trató de escuchar. El silencio era demasiado nítido; perfecto. Esta vez no preguntó quién era ni corrió la mirilla. Llevó una silla hasta la puerta, se sentó y se quedó un largo rato, mirando.

Después se levantó, se vistió con las mismas ropas que se puso para el entierro, fue al baño, se miró en el espejo y se peinó ligeramente. Aún tenía los ojos llorosos cuando volvió hacia la puerta. Se plantó frente a ella, corrió los pasadores, giró dos veces la llave, tomó el picaporte y mientras abría muy despacio, dijo serenamente:-Pase-.

viernes, 3 de agosto de 2007

“La violencia del rock argentino tiene que ver con la invasión de la cultura del fútbol en los recitales”


Para el periodista especializado en el mundo rocker, tragedias como la de Cromagnon son inevitables en un país en el que, a diferencia de otros, la violencia está instalada en el público. Asegura que, al igual que las actitudes poco tolerantes de los hinchas en una cancha, en estos espectáculos musicales “el que toma de más enseguida va a pelear con el del lado”.

Sergio Marchi estuvo en la Escuela de Ciencias de la Información de la UNC en el marco de la Semana del Comunicador, actividad llevada a cabo recientemente en la que el prestigioso periodista especialista en la cultura rock brindó una conferencia sobre la actualidad del género.

La lista de medios de comunicación por los que Marchi paseó su intelecto rocker incluye al diario Clarín, la revista Rolling Stones y la radio Rock and Pop, entre otros. Desde allí se dedicó a cultivar una trayectoria que corre en paralelo a los movimientos de este estilo musical, que le permitió asentar en su último libro la historia del rock nacional, su pulso en los tiempos que corren y los indicios que desembocaron en la tragedia de Cromagnon.

Con más de 23 años de carrera profesional en los entretelones de este tipo de música, analizó junto a Hoy al Universidad el porqué de la tragedia del 30 de diciembre de 2004 en el barrio de Once.

-¿Por qué tu libro se llama el rock perdido?
-Es una frase de un tema de Andrés Calamaro y resumía lo que yo quería decir sobre el rock, que en algún momento se perdió y dejó muchas cosas en el camino. Cuando me propusieron hacer el libro decidí decir lo que pensaba sobre la tragedia de Cromagnon, aunque no fuera lo mas político del mundo, yo no iba a decir “pobres chicos que han quedado desbastados por el sistema y los han llevado a una tragedia”. No, hay que decir las cosas como pasaron: hubo un loco del público con una bengala y si no pasaba esa noche, iba a pasar en otro momento.

-¿Por qué pensas que era inevitable que suceda algo así?
-Yo veía venir esta tragedia desde que la cultura futbolera apareció en los recitales, cuando el rock fue invadido con los códigos de la tribuna y se generalizó el imperio de la manada. Lo percibí claramente en los recitales de Los Redondos, en Villa María y Tandil, a mediados de los ’90. Hoy, si vas a un recital, tenés que someterte al apretujamiento, a los empujones. Además, no me parece que el rock sea una fiesta porque hay bengalas, alcohol y banderas; no creo en los códigos de una fiesta que impone los códigos. Porque puede haber todo eso y, a la vez, ser lo más triste del mundo. Cromagnon es eso: una tragedia, y lo peor que puede pasar es que no aprendamos nada.

-¿Esta actitud del público se puede relacionar con los procesos de violencia cada vez más comunes en nuestro país?
-Acá se ha generado una violencia muy especial. Yo vengo de Dinamarca, fui a Roskilde, el festival de rock más importante de Europa. Ahí murieron en 2000 nueve personas aplastadas contra el vallado, pero todos recapacitaron y se tomaron las medidas de seguridad. Lo que me llamó la atención de ese lugar es el público. Como acá, todos estaban borrachos, pero nadie molestaba al otro. En cambio en la Argentina, el que toma demás enseguida va a pelear con el del lado. Entonces, me di cuenta de que la violencia es del rock argentino y tiene que ver en gran parte con los códigos del fútbol.

-Con respecto a las catástrofes en los recitales en diferentes partes del mundo, ¿considerás que ocurrieron por las mismas causas que Cromagnon?
-No, porque lo que pasó acá tiene un acento cultural muy importante, el comportamiento de la gente en ese momento llevó a la tragedia.

-¿Cuál es la responsabilidad de Callejeros?
-Creo que son culpables. Ellos dicen que nunca ingresaron las bengalas pero dejaron hacer, jamás dijeron “córtenla con las bengalas, no nos gustan”. Además, parece que ellos las entraban con el flete y por eso no tocaban en teatros, aunque de esto no hay pruebas. Un conocido de mucha confianza, que trabajaba de seguridad en Obras para el show de Callejeros, me contó que una pareja con un nene de dos años intentó pasar las bengalas en la mochila de su hijo. Ahí comprendés que el sentido común ha sido totalmente desbastado y, con esos signos, qué duda cabe que una catástrofe iba a ocurrir tarde o temprano.

-¿Crees que el rock hizo una autocrítica por lo de Cromagnon?
-Hay un debate y eso es bueno, pero no hay conclusión clara. Lo único cierto es el tema de las bengalas, porque los músicos no las permiten en los recitales. Pero en el público todavía hay pibes que quieren prenderlas porque es el folcklore del rock. Si una banda tiene que hacer que la gente cante, agite banderas o prenda bengalas, es que no tiene mucho para decir y necesita ese poder del público para brillar.

-¿Callejeros debería volver a tocar?
-Sí, no sólo porque son músicos y tienen ese derecho que la Justicia no les quitó, sino porque me parece que si no los dejás tocar, creás un mito. Además, como dijo un psicólogo, muchos de los chicos que estuvieron en Cromagnon quizá necesiten ese duelo, poder ir a un recital y verlos hasta el final.

-¿Qué opinas sobre el nivel del rock argentino hoy?
-Creo que hay mucha mediocridad. Empezamos con un rock de muy alto nivel con Almendra o Los Gatos y se deterioró en los ‘90, cuando el concepto de hinchada cobró protagonismo en los recitales y los músicos en el escenario quisieron complacer al público en vez de procurar su propia satisfacción artística. A eso se suma la industria discográfica, que busca maximizar sus ganancias con un mismo producto. Así, si a una banda le va bien, hacen cinco cortes para la radio, editan un DVD, después realizan un disco en vivo, luego el show para adelantar los temas del disco, otro para presentar esos mismos temas y el recital de despedida. Si no hay creación nueva y las discográficas manejan los tiempos, no va a cambiar el rock, por lo menos de acá a unos años, excepto que aparezca un bocho, pero no creo.

Guevara, por Rodolfo Walsh


El presente texto fue extraído de una recopilación de artículos sobre el Che Guevara publicado por la Casa de las Américas en 1986.

Guevara, por Rodolfo Walsh ¿Por quién doblan las campanas? Doblan por nosotros. Me resulta imposible pensar en Guevara, desde esta lúgubre primavera de Buenos Aires, sin pensar en Hemingway, en Camilo, en Masetti, en Fabricio Ojeda, en toda esa maravillosa gente que era La Habana o pasaba por La Habana en el 59 y el 60. La nostalgia se codifica en un rosario de muertos y da un poco de vergüenza estar aquí sentado frente a una máquina de escribir, aun sabiendo que eso también es una especie de fatalidad aun si uno pudiera consolarse con la idea de que es una fatalidad que sirve para algo.

Lo veo a Camilo, una mañana de domingo, volando bajo en un helicóptero sobre la playa de Coney Island, asomándose muerto de risa y la muchedumbre que gozaba con él desde abajo. Lo oigo al viejo Hemingway, en el aeropuerto de Rancho Boyeros, decir esas palabras penúltimas: "Vamos a ganar, nosotros los cubanos vamos a ganar". Y ante mi sorpresa: "I´m not a yankee, you know".

Interminablemente veo a Masetti en las madrugadas de Prensa Latina, cuando ya se tomaba mate y se escuchaba unos tangos, pero el asunto que volvía era el de esa revolución tan necesaria, aunque hoy se presenta tan dura, tan vestida con la sangre de la gente que uno admirado simplemente quiso.

Nunca sabíamos en Prensa Latina, cuándo iba a venir el Che, simplemente caía sin anunciarse, y la única señal de su presencia en el edificio eran dos guajiritos con el glorioso uniforme de la sierra, uno se estacionaba junto al ascensor, otro ante la oficina de Masetti, metralleta al brazo. No sé exactamente por qué daban la impresión de que se harían matar por Guevara, y cuando eso ocurriera no sería fácil.

Muchos tuvieron más suerte que yo, conversaron largamente con Guevara. Aunque no era imposible ni siquiera difícil yo me limite a escucharlo, dos o tres veces, cuando hablaba con Masetti. Había preguntas por hacer pero no daban ganas de interrumpir o quizá las preguntas quedaban contestadas antes de que uno las hiciera. Sentía lo que él cuenta que sintió al ver por única vez a Frank País: sólo podría precisar en este momento que sus ojos mostraban enseguida el hombre poseído por una causa y que ese hombre era un ser superior. Yo leía sus artículos en Verde Olivo, lo escuchaba por TV: Parecía suficiente, porque Che Cuevara era un hombre sin desdoblamiento. Sus escritos hablaban con su voz, y su voz era la misma en el papel o entre dos mates en aquella oficina del Retiro Médico.

Creo que los habaneros tardaron un poco en acostumbrarse a él, su humor frío y seco, tan porteño, debía caerles como un chubasco. Cuando lo entendieron, era uno de los hombres más queridos de Cuba.

De aquel humor se hacia la primera víctima. Que yo recuerde, ningún jefe de ejército, ningún general, ningún héroe se ha descrito a sí mismo huyendo en dos oportunidades. Del combate de Bueycito, donde se le trabo la ametralladora frente a un soldado enemigo que lo tiroteaba desde cerca, dice: "mi participación en aquel combate fue escasa y nada heroica, pues los pocos tiros los enfrenté con la parte posterior del cuerpo". Y refiriéndose a la sorpresa de Altos de Espinosa: "no hice nada más que una retirada estratégica a toda velocidad en aquel encuentro". Exageraba él estas cosas, cuando todos sabían que acaba de recordar Fidel, que lo difícil era sacarlo del lugar donde hubiera más peligro. Dominaba su vanidad como el asma.

En esa renuncia a las últimas pasiones, estaba el germen del hombre nuevo que hablaba.

Guevara no se proponía como un héroe: en todo caso, podía ser un héroe a la altura de todos. Pero esto, claro, no era cierto para los demás. Su altura era anonadante: resulta más fácil a veces desistir que seguirlo, y lo mismo ocurría con Fidel y la gente de la Sierra. Esta exigencia podía ponernos en crisis, y esa crisis tiene ahora su forma definitiva, tras los episodios de Bolivia.

Dicho más simplemente: nos cuesta a muchos eludir la vergüenza, no de estar vivos porque no es el deseo de la muerte, es su contrario, la fuerza de la revolución, sino de que Guevara haya muerto con tan pocos alrededor. Por supuesto, no sabíamos, oficialmente no sabíamos nada, pero algunos sospechábamos, temíamos. Fuimos lentos, ¿culpables? Inútil ya discutir la cosa, pero ese sentimiento que digo está, al menos para mí y tal vez sea un nuevo punto de partida.

El agente de la CIA que según la agencia Reuter codeó y panceó a cien periodistas que en Valle Grande pretendían ver el cadáver, dijo una frase en inglés: "awright, get the hell out of here".

Esta frase con su sello, su impronta, su marca criminal, queda propuesta para la historia. Y su necesaria réplica: alguien tarde o temprano se irá al carajo de este continente. No serán los que nacieron en él. No será la memoria del Che.

Que ahora está desparramado en cien ciudades
entregado al camino de quienes no lo conocieron

Buenos Aires, octubre de 1967.